11 de septiembre de 2019

La colina de Letná


Eran las cuatro de la tarde de un jueves de agosto que amaneció algo lluvioso pero se calmó al mediodía. Después de una visita guiada por Praga y aprovechando mis últimas horas en la capital checa y mi amor por el fútbol, decidí buscar un estadio de uno de los tres equipos de la ciudad, siendo, justamente, el que buscaba, el más cercano a mi apartamento, en la avenida Revolucní.

Conocía poco el barrio y tras salir de comer con mis dos amigos y dirigirnos al apartamento a dejar la bolsa y las últimas compras, decidí bajar al margen del Moldava por las calles Petrská, Sankova y Holbova, donde al final de la última me encontré con un pequeño parque y una maravillosa vista del río que no había podido ver tras cuatro días en la ciudad. Al lado de este parque está el puente Stefanik, que conecta Praga 1 con Praga 7, en la otra orilla del río. El puente terminaba en un cruce muy extraño que comparten peatones, vehículos y tranvías, un poco angustioso además por el tiempo de espera del semáforo debido a un oscuro túnel. En el momento de llegar a la otra acera un parque que se distribuía sobre una alta colina se me echaba encima. Lo que más atención me llamó de ella fue que estaba llena de caminos de asfalto que la rodeaban: a través de ellos estaría más cerca de mi destino final, ya estaba en el parque de Letná. Subir dicha colina parecía sencillo, ya que el camino era relativamente corto.



Tras diez curvas y otras tantas cuestas (la peor, la final, con una enorme pendiente) destrozadas por el paso de peatones y bicicletas, llegué a la parte 'verdadera' del parque. La zona estaba llena de vida y contrastaba a la perfección con otras partes de la ciudad. Dos museos nacionales y el edificio de arquitectura socialista que alberga el ministerio del Interior checo me ayudaron a guiarme hasta Nad Štolou, y una vez llegando a esta calle, hacia la izquierda, quedó Milady Horakové, una gran avenida con los raíles del tranvía en medio.



'Letná, para nosotros es Letná, no te dejes engañar por ese nombre que ahora le han puesto. Normal que la gente no lo encuentre y tenga que ir preguntando...'.

Eso me dijo un joven en un macarrónico inglés con acento eslavo, en el cruce de esa calle tras preguntarle dónde estaba el estadio del Sparta, mi destino final. Y gracias a sus indicaciones, de repente lo vi. Tan azul, hecho de hormigón, ladrillo y hierro, tan lleno de publicidades y suciedad y con un cartel del partido que albergó días antes frente al Baník Ostrava en una esquina, de esos que se cambian con paneles. Dije, este me gusta, este tiene algo.



En esa esquina bajo el cartel estaba la tienda oficial, un poco cutre y, curiosamente, abierta a esa rara hora en la que parece que los checos no se echan la siesta. Dentro, entre cientos de productos con el escudo del club y carteles que ensalzaban la figura de Tomáš Rosický, ahí estaba lo que buscaba: una camiseta oficial de la pasada temporada, a mitad de precio, a la que ya le había echado el ojo días antes por internet. Había de mi talla: me la probé y la pagué.


Tras salir del estadio, cruzar de nuevo el parque y el puente y llegar al apartamento, se puso a llover copiosamente. Unas horas después volvimos a Madrid tras una semana viajando por Europa. En mi maleta me llevé tres tesoros: la camiseta del Sparta, la belleza de Praga y la dura travesía por la colina de Letná.

Esta entrada fue pensada en un apartamento de la calle Soukenická de Praga y escrita en el aeropuerto Václav Havel el 22 de agosto de 2019.

22 de julio de 2019

Suzanne

Ella solo cantaba en la estación los martes y miércoles, cuando tenía la tarde libre en el pub. Salía alrededor de las dos, comía algo rápido en el Mc y entraba en Lancaster Gate. Su lugar favorito era una esquina en la escalera de bajada hacia el andén 2, en dirección Queensway. El ritual de siempre era dejar la funda de la guitarra sobre una manta, que colocaba estratégicamente como cesta para las monedas. Sacaba la guitarra, le ponía la correa y comenzaba a cantar Suzanne, de Leonard Cohen. Su cara era toda oscuridad, no se la veía sonreír, algo así como las calles de Londres al atardecer.

Cada tarde en la estación ella se fijaba en una persona que llegaba alrededor de las ocho, con pinta de ejecutivo. Siempre dejaba un par de libras en la cesta, era algo que no fallaba fuese el día que fuese. Iba en dirección sur y siempre llevaba el Evening Standard en la mano. Tras verle, ella se marchaba a casa, en dirección contraria, hacia Marble Arch, bajándose en Bethnal Green, donde tenía alquilada una fría y húmeda buhardilla que pagaba con su pobre sueldo y con lo que sacaba en la estación.

Hasta que una tarde la habló y ella le miró. Le miró y la habló. Sus miradas y voces se cruzaron. Ella seguía yendo a la estación los martes y los miércoles, después de salir del pub y de comer algo rápido en el Mc. Siempre que yo la escuchaba, el tema de Cohen se quedaba dentro de mi cabeza, acompañándome hasta que salía por Charing Cross y entraba en la tienda de ropa donde trabajaba. Una tarde por la tienda ella apareció con ese hombre con pinta de ejecutivo, y tuve el placer de atenderlos. Ella parecía no saber quién yo era, o quizá no quisiese recordarlo para olvidar su pasado en la esquina a la que iba los martes y miércoles tras salir del pub y comer algo en el Mc. Lo que si recuerdo es una gran sonrisa, provocada seguramente por aquel hombre. Su vida parecía haber cambiado. Ella quiso que él viajase a su lado, que viajase a ciegas, quiso confiar en él y tocar su alma con su mente.

A la tarde siguiente quise pasar por la estación para escucharla cantar de nuevo, pero no la vi. No la vi en la escalera y pensé que todo había salido bien. Quizá ese día simplemente no pudo ir a cantar, pero nunca la volví a ver allí. Quizá ahora su vida era mejor, quizá ahora su cara luciese una gran sonrisa, tan grande y bonita como los versos de Leonard Cohen. Ella era Suzanne.