24 de octubre de 2025

La colina de Letná

Eran las cuatro de un jueves de agosto que amaneció algo lluvioso, aunque el cielo se serenó al caer la tarde. Tras una visita guiada por Praga y consciente de que mis últimas horas en la capital checa se deslizaban sin prisa, decidí rendir un pequeño homenaje a mis dos pasiones: los viajes y el fútbol. Quise buscar un estadio, uno de los tres que comparten la ciudad, y la casualidad quiso que el más cercano a mi apartamento, en la avenida Revoluční, fuese el del Sparta.

Conocía poco el barrio. Después de comer con mis dos amigos y dejar en casa la mochila y las últimas compras, bajé hacia el margen del Moldava por la calle Petrská. Torcí por Šan­kova y terminé en Holbova, donde un pequeño parque me regaló una vista inesperada: el río brillaba, pesado y tranquilo, como si guardara en su corriente el secreto de la ciudad. A un lado del parque se alzaba el Štefánikův most, el puente Stefanik, que une Praga 1 con Praga 7, en la otra orilla.

El puente desembocaba en un cruce extraño, compartido por peatones, coches y tranvías; un lugar algo angustioso, donde los minutos parecían estirarse bajo la sombra de un túnel oscuro. Al alcanzar la otra acera, un parque se abría ante mí, extendido sobre una alta colina. Caminos de asfalto la rodeaban, serpenteando entre árboles y senderos que prometían acercarme a mi destino. Era el Parque de Letná. Subirlo parecía sencillo, al menos en apariencia. Diez curvas, diez cuestas —la última, empinada y rota por el paso de bicicletas y peatones— me condujeron, jadeante, hasta la parte “verdadera” del parque.



La zona, residencial y animada, respiraba una vida distinta, más cotidiana, más real. Dos museos nacionales y el macizo edificio del Ministerio del Interior, de esa arquitectura socialista tan imponente, me sirvieron de brújula hasta alcanzar Nad Štolou. Giré a la izquierda y apareció Milady Horákové, una avenida ancha, con los raíles del tranvía cruzándola como venas de acero.


Letná, para nosotros es Letná —me dijo un joven al que pregunté por el estadio—. No te dejes engañar por ese nombre nuevo. Normal que la gente se pierda y tenga que ir preguntando…

Gracias a sus palabras lo encontré. Allí estaba: tan azul, tan áspero, hecho de hormigón, ladrillo y hierro; cubierto de carteles, de polvo, de historia. En una esquina, un panel anunciaba el partido de días antes frente al Baník Ostrava. Lo miré y pensé: este me gusta, este tiene algo.


Bajo aquel cartel se escondía la tienda oficial, pequeña, algo desordenada y, para mi sorpresa, abierta a esa hora incierta en que todo parece detenerse. Dentro, entre pósters de Tomáš Rosický y estanterías atiborradas de recuerdos, encontré lo que buscaba: una camiseta de la temporada anterior, a mitad de precio, idéntica a la que había visto por internet. Había de mi talla. Me la probé, la pagué y supe que aquella prenda se uniría a mis tesoros futboleros: un objeto raro, imposible de hallar fuera de Chequia.


Al salir, el cielo comenzaba a nublarse de nuevo. Crucé el parque, bajé el puente y llegué al apartamento justo cuando empezó a llover con furia. Horas después, volábamos de regreso a Madrid tras una semana de viaje. En la maleta, junto a los recuerdos, guardaba tres conquistas: la camiseta del Sparta, la belleza inagotable de Praga y la dura, hermosa subida a la colina de Letná.

Esta entrada fue pensada en un apartamento de la calle Soukenická de Praga y escrita en el aeropuerto Václav Havel el 22 de agosto de 2019. Posteriormente fue revisada y mejorada en octubre de 2025, rememorando viejos recuerdos.

9 de noviembre de 2022

Lo que es una boda

Llega un momento en esta vida en la que tienes que pasar por algo inevitable: quizás parezca divertido, emocionante, increíble. Pero puede acabar mal, muy mal. Os estoy hablando de ese momento en el que tienes que acudir a la boda de un amigo.

Lo primero: ¿Vas invitado o invitas tú? Esa es la primera cuestión. Cuando la feliz pareja te informa a ti, a tus otros amigos y a la familia de los contrayentes puede ser un buen momento para pensar. Algo es inevitable: tienes que regalarles algo. Los pobres novios se gastan un dinero en organizar el bodorrio (realmente todo quisqui sabe que es la madre de la novia la que maneja el cotarro y paga el emocionante evento) y esa imponente cantidad de dinero ha de ser recuperada. Ya sabéis todos cómo.

Las bodas están hechas, sin duda alguna, para la novia. El novio es un figurante vestido de negro con resaca que delante del cura suda el alcohol de la despedida de soltero, ingerido a la fuerza la noche anterior por obligación de los amigos en un bar de carretera con mujeres de vida alegre, de esas que te suben a un escenario y te hacen cosas obvias en esas noches de lujuria y gozo. Sí quiero y a casa.

La mañana siguiente a la despedida, tanto el novio como los amigos del futuro marido estarán en un penoso estado: por sus venas no corre sangre, sino alcohol de dudosa procedencia y calidad. Ese día te fuerzan a madrugar e ir a la iglesia. Ese día has dormido con tus amigos (incluido el novio) en casa del contrayente. Te levantas a las 10 y dices “copón, que no llegamos”. Nunca llegas a tiempo. Quizá en este momento sea el destino el que impida que lleguéis al templo. Desayunas un café aguachinao y un bollo reseco que lleva en la cocina desde que se extinguió el último dodo. Menos mal que la vestimenta de la noche anterior vale para asistir de invitado a la boda: una camisa blanca arrugada, unos vaqueros oscuros y unas bambas con la suela pegajosa del suelo del sucio antro donde estuvisteis: elegancia ante todo, señores. Estilo urbano para el emocionante enlace.

Al salir de la casa hay que coger el coche: la borrachera os dura aún y a ver ahora quién conduce. Todo pintaba muy normal hasta que tienes que llevar a 6 personas en un utilitario, novio incluido. Toca poner el lacito blanco en la antena de la radio, la música a un volumen estridente (para despertarse y liberarse de la resaca) y cruzar la avenida más cercana a velocidades solo alcanzadas anteriormente por la luz y rezando por tu vida para que no os estampéis.

Llegar a la iglesia ya es otro tema: hay que ver cómo dejáis entrar al edificio al novio solo ante el peligro. Miedo, ante todo, peor que un penalti en la final del Mundial. Al poco llega la novia y el futuro marido empieza a sudar el alcohol de la noche anterior por los nervios y la decisión más importante en su vida, hasta que todo acaba.

Después de todo esto toca ir al convite, que por ciencia infusa se celebra donde Napoleón perdió el gorro. De vuelta al parking, hay que coger el coche. Y allí comienza el espectáculo: que donde te vas tú, que con quién, que en qué coche. Se repite el momento en el que tu coche parece el de una familia marroquí cruzando el estrecho, ese que va pegando con los bajos en el asfalto. Nuevamente la música a todo trapo, las ventanas abiertas para oxigenarse y los familiares preguntándote por tu vida.

Llegas con la tropa al restaurante, aparcas y entráis. Al cruzar la puerta aparece un borracho que no sabes cómo está ya borracho a esas horas (y que es familiar del novio), las abuelas nonagenarias de la familia y los chavales, los que solo merecen ese nombre por las putadas que te van haciendo año a año en distintas celebraciones familiares. Os sentáis, coméis y después, llega el momento de volver a beber. Lo sabéis tú y tu cuerpo, que no estáis para volver a beber. Tu cabeza sigue retumbando al recordar la música del coche, unida ahora a la música del salón de bodas, interpretada por la 'orquesta' que ha contratado la madre de la novia: un teclista cruce entre un hombre desaliñado con pinta de delincuente con otro peor, a saber, hasta qué nivel podría empeorar, un guitarrista en mangas de camisa y con la corbata desanudada que solo sabe guiñar el ojo a las primas de la novia, un batería con una sola baqueta y un cantante que, por los gallos que emite, más vale pudiera pasar por concursante fracasado de algún reality de televisión.

Todo esto acompañado nuevamente de tu familia, dándote ánimos para lo que te queda de vida y reprochándote lo mal que te va: que si a ver cuándo te casas, que ya te va tocando y que si a ver cuándo encuentras un trabajo decente, que con lo que costó la carrera ya tendría que estar de ministro. Además de eso, el tío de la novia, vestido con un traje marrón de pana, ha adquirido un color tirando a naranja tipo Trump, debido sin duda a la ingente cantidad de alcohol que ha tomado. Por sus arterias solo circula anís y whisky. Lo sentáis en una silla y rezáis para que no se caiga. De pronto, unos niños empiezan a traer bandejas con puros habanos de obsequio. Tu primo el mayor y los amigos del novio con los cuales fuiste a la despedida de soltero, esos que dicen que no fuman, dicen esa frase de ‘un día es un día’. Apoyados en la baranda del edificio enciendes el cigarro y empiezas a pensar que el humo del tabaco juntado con el alcohol va a ser una mezcla explosiva para el cuerpo, pero que qué le ibas a hacer tú en un día así ya que vas invitado.

Un rato después aparece una ambulancia: el tío de la novia, el hombre naranja, tiene una intoxicación etílica y se lo llevan a urgencias. Y se jodió. Se jodió la boda y el convite, te acabaste el último ron-cola y el puro. Tu novia dice que te quedes un rato, que ha conocido a la hermana de una prima de la novia, que es decoradora, para cuándo hagáis la obra en el piso que está a medio construir. Aguantas. Sin duda, lo que es una boda…

22 de julio de 2019

Suzanne

Ella solo cantaba en la estación los martes y miércoles, cuando tenía la tarde libre en el pub. Salía alrededor de las dos, comía algo rápido en el Mc y entraba en Lancaster Gate. Su lugar favorito era una esquina en la escalera de bajada hacia el andén 2, en dirección Queensway. El ritual de siempre era dejar la funda de la guitarra sobre una manta, que colocaba estratégicamente como cesta para las monedas. Sacaba la guitarra, le ponía la correa y comenzaba a cantar Suzanne, de Leonard Cohen. Su cara era toda oscuridad, no se la veía sonreír, algo así como las calles de Londres al atardecer.

Cada tarde en la estación ella se fijaba en una persona que llegaba alrededor de las ocho, con pinta de ejecutivo. Siempre dejaba un par de libras en la cesta, era algo que no fallaba fuese el día que fuese. Iba en dirección sur y siempre llevaba el Evening Standard en la mano. Tras verle, ella se marchaba a casa, en dirección contraria, hacia Marble Arch, bajándose en Bethnal Green, donde tenía alquilada una fría y húmeda buhardilla que pagaba con su pobre sueldo y con lo que sacaba en la estación.

Hasta que una tarde la habló y ella le miró. Le miró y la habló. Sus miradas y voces se cruzaron. Ella seguía yendo a la estación los martes y los miércoles, después de salir del pub y de comer algo rápido en el Mc. Siempre que yo la escuchaba, el tema de Cohen se quedaba dentro de mi cabeza, acompañándome hasta que salía por Charing Cross y entraba en la tienda de ropa donde trabajaba. Una tarde por la tienda ella apareció con ese hombre con pinta de ejecutivo, y tuve el placer de atenderlos. Ella parecía no saber quién yo era, o quizá no quisiese recordarlo para olvidar su pasado en la esquina a la que iba los martes y miércoles tras salir del pub y comer algo en el Mc. Lo que si recuerdo es una gran sonrisa, provocada seguramente por aquel hombre. Su vida parecía haber cambiado. Ella quiso que él viajase a su lado, que viajase a ciegas, quiso confiar en él y tocar su alma con su mente.

A la tarde siguiente quise pasar por la estación para escucharla cantar de nuevo, pero no la vi. No la vi en la escalera y pensé que todo había salido bien. Quizá ese día simplemente no pudo ir a cantar, pero nunca la volví a ver allí. Quizá ahora su vida era mejor, quizá ahora su cara luciese una gran sonrisa, tan grande y bonita como los versos de Leonard Cohen. Ella era Suzanne.

2 de mayo de 2018

Tarde.

Tarde,
se hizo tarde,
la tarde llegó
y la tarde a la vez se fue.

Tarde, tiempo pasado,
recuerdos tardíos,
recuerdos pasados.

Tarde, aquel viejo andén,
ese tren que se fue,
que llegó tarde, y se fue
tarde.

Tarde, almas vacías,
almas solitarias,
que viven en una tarde
que rápido se va,
porque se le hizo tarde.

(25 de marzo de 2016)

17 de diciembre de 2014

London 2013... Revisited (Parte 2)

Volveriamos a Hyde Park en unos días, ya con mejor tiempo, al menos no llovió como el primer dia.

Londres se levantó esa mañana de mediados de agosto con alguna que otra nube en el cielo. Nadie hacía presagiar lo que pasaría por la tarde.

Tras desayunar en el hotel y darnos una ducha, partimos hacia el centro de la capital inglesa. El día prometía, vaya que sí. Tras hablarlo, Juan Carlos decidió que iríamos a Piccadilly Circus, y desde ahí, bajar hacia St. James Park y después ir hacia el Palacio de Buckingham.

Cogimos el metro en Edgware Road y en algo menos de cuarto de hora llegamos a la estación de Picadilly Circus.

Impresionante, pensé al ver Piccadilly Circus la primera vez, al salir por la boca del metro. Increíble, seguí diciendo al hacer fotos a la plaza. Increíble. No sé cuantas veces lo dije. Quizá por verlo tantas veces en fotos y pensar "tengo que ir allí", hizo que me cautivara más de lo que me cautivó.


Tras hacer todas las fotos que hicimos y antes de bajar por Regent Street hasta nuestro próximo destino, entramos en la tienda Lillywhites, la mayor y, en mi opinión, la mejor tienda de deportes de Londres, al menos por calidad y precio. Si os gusta el fútbol como al que escribe, preparad dinero y unas buenas piernas para recorrer de punta a punta las 2 plantas llenas de material de fútbol, sobre todo camisetas y balones. En total el edificio tiene 6 plantas. En cualquier rincón vais a encontrar una ganga, os lo aseguro!

Al salir, nos dispusimos al fin a recorrer el último tramo de Regent Street, para empezar a ver la zona verdaderamente “real” de Londres.

Llegamos a Waterloo Place, una pequeña plaza en la que encontramos el Ateneo de Londres, el más importante lugar de reunión de los “caballeros” en épocas más antiguas.

En la plaza también podemos ver la estatua de Robert Falcon Scott, explorador inglés que murió en 1912 durante una expedición en la Antártida.

Tras salir de la plaza, nos encontramos con una gran avenida, llamada “The Mall”. Esta avenida nos llevaría al Horse Guard Parade. Es una explanada muy grande, en la cual, como su propio nombre indica, actualmente se hacen espectáculos con caballos. 

Tras ver uno de estas exhibiciones, a la espalda nos quedó uno de los muchos monumentos a los caídos en las dos guerras mundiales. Tras ver el monumento, procedimos a entrar a St. James Park (no confundir con el también majestuoso estadio del Newcastle United).

Al entrar en el parque nos quedamos sorprendidos por la grandiosidad que tiene. Este parque tiene un lago, y patos, muchos patos. El parque, como digo, es muy grande. La punta contraria por la que entramos desemboca en el Palacio de Buckingham.

Bien, ya estábamos ahí, en ese monumental edificio. Junto con el edificio, podemos ver el monumento
a la Reina Victoria, muy bonito y grandioso, al igual que el palacio. 

El Palacio de Buckingham es el palacio por antonomasia en Reino Unido.  Es el lugar donde dicen que vive la reina de Inglaterra, aunque nosotros no la vimos. Lo que si vimos fue uno de los soldados de la guardia real, los cuales no se pueden mover. Algo tan característico de Londres no podía fallar. Al salir de ver el palacio nos metimos por Constitution Hill, por la que íbamos a ver otro de los importantes monumentos (si hablamos de historia) en Londres. Constitution Hill es una calle muy oscura, por todos los árboles que tiene. En la siguiente foto podéis verlo.

Al salir de Constitution Hill, llegamos al monumento dedicado a la victoria de Inglaterra sobre Francia en la etapa de Napoleón. Se trata del Wellington Arch. Es simplemente impresionante. En dicha plaza, también podemos encontrar una estatua de Sir Arthur Wellesley, duque de Wellington, a caballo.

Al acabar de ver el arco y la estatua, nos dirigimos a Victoria Street, una calle muy cosmopolita dentro del centro de Londres. En ella puedes encontrarte un edificio del siglo XVII junto a uno recién construido. Así de raro es Londres. Aprovechamos también para hablar con nuestras familias y amigos, ya que encontramos WiFi en una cafetería.

Al final de esta calle nos esperaba nuestro destino final en esa mañana con tanta visita, llegábamos al barrio más visitado de Londres. Si os hablo del London Eye, del Big Ben y del Parlamento…?

Efectivamente, estábamos llegando a Westminster. ¿Y que nos iba a acontecer en este barrio?

Lo primero que nos aconteció fue el hambre, por lo que decidimos buscar un sitio barato y bueno. Encontramos un pub  al viejo estilo british. Y sí, digo al viejo estilo porque lo era. Era viejo, casi rozando lo rancio. Era como meterse en la casa de Los Roper. Aun así, la comida estaba genial. Comimos barato y bien. Juré por lo más sagrado que iba a volver, y sé que pronto lo cumpliré.

Al salir, decidimos bajar la comida viendo de forma rápida la plaza de Westminster. Vimos de lejos el Big Ben y mucho más de lejos el London Eye. 

Decidimos volver un rato al hotel, a reposar la comida y relajarnos un poco, aún quedaba mucho que ver.

Al volver a salir hacia Westminster, vimos por fin todo con más calma. Al salir del metro vimos la iglesia de Santa Margarita, las estatuas de Nelson Mandela y Winston Churchill, la Abadía y el enorme Big Ben. Es mucho más grande de lo que creía, Esa torre del reloj impone. Vimos las casas del Parlamento, el puente de Westminster e hicimos las típicas fotos desde ese puente.

Al otro lado del puente pudimos ver la noria más conocida del mundo: el London Eye. Intentamos subir, pero no pudimos por dos motivos: subir era muy caro, y además se puso a llover como si no hubiera mañana. Tuvimos que darnos prisa, ya que no llevábamos nada para no mojarnos, no preveíamos que fuera a llover. Tuvimos que cruzar a toda velocidad el puente de Hungerford, no sabéis que sensación el cruzar el Támesis así!

Al llegar a la otra orilla, nos encontramos con la enorme estación de Charing Cross. No entramos en la estación, ya lo haríamos días después. Fuera de la estación aprovechamos de nuevo para contactar con España. gracias al WiFi de un quiosco. Fuera de la estación estaba la estación de metro de Embankment, y como no paraba de llover, decidimos volver a nuestra casa en Londres.

Al día siguiente pasaría algo inesperado, algo que no deseo a nadie, sólo por la experiencia que pasamos. Para descubrirlo tendréis que leer el siguiente capítulo!!