16 de septiembre de 2021

Me atrapó (1)

Nunca había estado en el norte de Europa sin ser un simple turista. Aquella primavera salió en mi ciudad una beca para estudiar francés, una lengua que por otra parte nunca me había aportado nada. Mi familia y amigos me apoyaron en aceptarla, lo que al final acabé haciendo. Tenían razón en eso de que tenía que ver mundo aunque no aprendiese la lengua, y que aunque fuera por señas la gente me entendería. ¿Qué cuál sería mi destino? Bruselas, la capital de Bélgica. Bélgica era para mi la realidad de dos idiomas y sobre todo dos identidades, la de Valonia y la lengua francesa, enfrentada a la neerlandesa en Flandes. Las semanas antes de partir pasaron muy rápido, sobre todo con las preguntas y dudas que yo tenía y los encargos de amigos y familiares. Llegó el momento y allá que me fui.

Un martes por la mañana aterricé en el aeropuerto de Zaventem y cogí un tren que me dejaría en la Estación Central de Bruselas: ese sería mi primer contacto con la ciudad. Media hora después ya estaba allí. Días antes había ojeado mapas para poder llegar desde allí fácilmente, sin perderme, hasta mi piso, que estaba en el 5 de la Rue des Deux Églises, en la parte más antigua del barrio europeo. Mi primera sensación al salir de la estación fue la de una ciudad maravillosa, limpia y con gente encantadora, lo que al final me acabó facilitando las cosas en los meses siguientes: no hubiese ido a ningún sitio sin pensar eso en aquel momento.

En la puerta del piso me esperaba Anders, un muchacho danés que acababa de terminar el curso que yo empezaría en unos días y que había usado el piso en el que yo viviría hasta ese mismo instante. Subimos en ascensor y me lo enseñó en detalle: la verdad es que me sorprendió por lo grande que era, sobre todo porque lo tendría para mí solo. Anders me advirtió en un perfecto inglés que la casa solo tenía dos pegas: la primera, que la ventana del baño no cerraba del todo bien, por lo que quizá el agua de la ducha se escapase al patio, y la segunda, que me tendría que acostumbrar al ruido del metro pasando por debajo del edificio. No le di mayor importancia. A continuación el joven danés cogió dos latas de cerveza Jupiler de la nevera y me dio una. Mi aventura en tierras belgas empezaba con una cerveza y varias historias de su parte.

Anders se marchó a las cuatro y me dejó en mi nuevo piso. Como había dormido algo en el vuelo desde España estaba demasiado despierto y espídico, por lo que pensé que tendría que hacer algo para no aburrirme. Miré la nevera y estaba totalmente vacía a excepción de una botella de vino alemán y un pack de seis cervezas. Rápido cogí el móvil y busqué un supermercado en el mapa. Fue una suerte dar con uno dos calles más allá, en la esquina de Avenue des Arts. Una hora después y con la bolsa llena de víveres ya estaba de vuelta. Al entrar en mi cuarto encontré por sorpresa una nota manuscrita de parte de Anders, que decía 'Ve hacia el centro, busca una cervecería y entabla una conversación mientras degustas una trappiste. Los bruselenses te sorprenderán. Anders.'

La calle donde estaba el piso desembocaba en Rue de la Loi, una avenida enorme que unía la ciudad vieja y el barrio europeo, por lo que había mucha gente y un buen ambiente. Al llegar a la esquina cerca del parlamento belga y siguiendo señales, llegué al centro. Rápido vi una taberna llena de gente joven que parecían estudiantes. Por su ambiente amigable y atrayente, decidí entrar y hacer caso a Anders, pidiendo una cerveza de abadía. El primer trago fue amargo, pero los siguientes fueron, cada uno, más dulces.

Unos minutos después entraron un grupo de estudiantes y se sentaron a mi lado. Al principio, y seguramente por efecto de la cerveza, no logré descifrar la lengua que hablaban, por lo que con mi pobre inglés me aventuré a preguntarlas. Una de las chicas me dijo que eran alemanas. Ella se llamaba Anna y estuve hablando con ella hasta que el bar cerró. No conté las cervezas que nos tomamos, de lo único que me percaté fue que una de sus amigas le habló al oído y se marcharon. Al rato nos dimos los móviles, me despedí de ella y pensé que mi aventura en Bruselas no había podido empezar mejor.

Mi vuelta al piso fue tranquila, sosegada, a lo que seguro estaba ayudando el alcohol que recorría mi cuerpo. Bruselas de noche era una ciudad preciosa. Al llegar de nuevo frente al parlamento me percaté de unas luces en un enorme parque que quedaba a la derecha. Decidí entrar y ver que se cocía por allí. De repente vi a dos de las amigas de Anna. No tenía ganas de volver a beber por lo que no las saludé, pero pensé que si ese día estaban ahí a esa hora, me las volvería a encontrar. Salí del recinto y enfilé de nuevo la Rue de la Loi, camino a casa.